VIAJE AL SANTUARIO DEL PACÍFICO
LA ISLA MÁGICA DE POHNPEI Y EL SECRETO DE NAN MATOL
Debajo de la isla de Pohnpei, en el oceano
Pacífico, se esconde una página secreta de la historia de la Humanidad.
Por esta razón, los iniciados de la hermandad de los 'tsamoro' le dan a
su isla justamente este nombre: «Sobre el secreto». Un lugar que le
sigue ocultando al extraño gran parte, precisamente, de sus
conocimientos secretos.
El único que ha trascendido más allá de sus límites, sigue sin estar
resuelto: frente a sus costas se asientan las ruinas de la enigmática
ciudad acuática de Nan Matol, construída —nadie sabe cuándo ni por
quién— con gigantescos bloques de basalto sobre 91 islotes artificiales.
Invadida por la jungla y los manglares, continúa siendo para los
nativos una ciudad prohibida, que —de acuerdo con su tradición— acecha
con la muerte a quien osa permanecer en ella después de la caída del
Sol.
En este enclave de las Carolinas orientales, en la Micronesia,
averigué sobre el terreno cuanto allí se esconde. Acumulando vivencias
en la jungla de los montes y en los manglares de las aguas litorales,
conviviendo con los transmisores del conocimiento de la isla, he ido
recomponiendo el rompecabezas de la desafiante historia de Pohnpei
—descubierta por navegantes españoles en el siglo XVI— que mantiene a
muerte un solo principio: no revelar jamás todo lo que alberga.
En 1939 había aparecido en la Prensa alemana una curiosa noticia:
afirmaba ésta que submarinistas japoneses habían efectuado inmersiones
en la isla carolina de Ponape (la antigua Pohnpei) y habían sacado del
lecho del mar trozos de platino. Pero no de alguna formación natural
recubierta de coral, sino de un tesoro submarino. Noticias posteriores
afirmaban que en la costa oriental de Pohnpei se hallaban diseminadas en
una amplia área misteriosas construcciones cubiertas por la jungla: un
sistema de canales, muros ciclópeos, ruinas de fortificaciones, ruinas
de palacios…
UNA CIUDAD SUMERGIDA
Ya mucho antes de la primera gran guerra —explicaron los nativos—
buscadores de perlas y comerciantes japoneses habían efectuado sondeos
clandestinos en el fondo del mar. Hasta que los submarinistas regresaron
con narraciones fabulosas: allí abajo se habían podido pasear por
calles en parte bien conservadas, si bien recubiertas por moluscos,
colonias de corales y otros habitantes marinos, amén de algún que otro
vestigio de ruinas. Desconcertante había sido, según ellos, la visión de
numerosas bóvedas de piedra, columnas y monolitos.
Esta misteriosa ciudad submarina albergaba tesoros concretos,
debiéndose hallar en el centro de la misma una especie de panteón de los
nobles del lugar, cuyas momias yacían allí. Pero aquí viene lo
asombroso: cada una de estas momias estaría encerrada en un sarcófago de
platino. Estos son los sarcófagos que —ya en época de la dominación
japonesa de la isla, o sea entre las dos guerras mundiales— habrían
localizado los submarinistas nipones. De acuerdo con estos testimonios,
habrían ido extrayendo platino del fondo marino hasta el momento en que
dos submarinistas ya no volvieron a emerger. Desaparecieron sin dejar
rastro, llevándose consigo su moderno equipo de inmersión y de trabajo:
jamás nadie volvió a verlos.
RUMBO AL ENIGMA
Pohnpei se presentaba como un reto fascinante. Pero quedaba una sola
duda: ¿se trataba de comentarios fantasiosos de gente ávida de
sensacionalismo? Para despejarla, valía la pena estar volando, como lo
estábamos haciendo Miquel Amat y yo, en pos del Sol.
«Allí la gente no va». Que esto no lo hacía nadie, que la gente se
iba, pues… a Hawaii o a las Fidji, pero allí no: "Allí se comen a la
gente", me decía un oficial de inmigración en el aeropuerto neoyorquino
John F. Kennedy. Mal informado estaba el funcionario yanqui sobre las
actuales preferencias culnarias de los pohnpeyanos, pero menos aún
sabían en las agencias de viaje de la otra costa americana: "¿Y eso
dónde cae? Es la primera vez que lo oigo", me confiesa un veterano
empleado de la 'Western Airlines' en Los Angeles. En eso, parecía
evidente que el inquisidor de New York había tenido razón: a Pohnpei la
gente no iba.
Ya en pleno Pacífico, a mitad de camino entre Los Angeles y Pohnpei,
con más de 15.000 km de vuelo a las espaldas desde nuestra partida de
Barcelona y con todavía algo más de 4.200 km de sobrevuelo del oceano
Pacífico por delante, tampoco habían oído hablar nunca de Pohnpei. Ni
siquiera el experimentado taxista hawaiiano que nos llevó del aeropuerto
de Honolulu a la playa de Waikiki. Unicamente el gerente del
restaurante 'Tahitian Lanai' en Waikiki supo aportar algo concreto;
conocía Pohnpei: que si lo nuestro era el masoquismo, que fuéramos allí.
Pero que el Pacífico ofrecía mil rincones para visitar antes que éste.
EL NOVENO ATERRIZAJE
Al día siguiente nos esperaba por fin nuestro noveno y definitivo
aterrizaje desde que partimos de Barcelona. El volante correo del
Pacífico nos había llevado de Honolulu al atolón de Johnston, de allí al
de Majuro, y de éste a la base de missiles de Kwajalein.
Después de haber estado sobrevolando y aterrizando en atolones que
eran superficies desérticas y absolutamente planas que a duras penas
rebasaban en algún metro el nivel del mar, el espectáculo que hora y
media más tarde se ofreció a nuestros ojos a la izquierda del avión,
cuando surgimos por debajo de la capa de nubes, fue realmente
impresionante: una lúgubre mole de montañas totalmente cubierta de
espesa jungla de un pegajoso color verde oscuro, aparecía envuelta en
sus cúspides más elevadas por neblinas y nubarrones blancos, grises,
pesados. Sobrevolamos los arrecifes de coral del extremo norte de la
isla, e inmediatamente surgió un poco más a la izquierda el islote sobre
el que se extiende el campo de aterrizaje de Pohnpei. Aterrizaje
—huelga decirlo— sin ayudas de tierra: a ojo.
VIGILANTES SOMBRAS NOCTURNAS
Al segundo día nos instalamos en una cabaña de madera con cubierta de
hoja de palma, cuyos lados ofrecían amplias franjas abiertas por las
que pasaba el aire pero nunca la lluvia, abundante lluvia en esta isla,
que cae intermitentemente durante 300 de los 365 días del año. A una
temperatura media permanente de 27-28°C, este tipo de alojamiento es el
único idóneo para el lugar. Tuvimos que acostumbrarnos a compartir el
interior del habitáculo con lagartos, lagartijas, sapos, caracoles
gigantes y la visita diaria de una rata. Pero todo esto quedaba
compensado por la magnífica vista tropical que desde nuestra cabaña
disfrutábamos sobre la Bahía de la Mala Acogida, como la bautizaron
cuando la descubrieron en enero de 1828 unos navegantes rusos, a causa
del poco hospitalario carácter de sus moradores.
En la primera noche de estancia en la isla ya tuvimos una clara
muestra de que allí nos preguntarían más de lo que nos dirían. Fuimos a
dar una vuelta a pie para la primera toma de contacto con el nuevo
entorno. La oscuridad, total. Solamente la tenue luz de alguna vela o
quinqué en las cabañas cercanas. Sin previo aviso rompió a llover
bastante torrencialmente, a lo cual no tardaríamos a acostumbrarnos. De
la oscuridad surgió una figura igual de oscura que nos invitó por señas a
seguirla. Nos ofreció cobijo en la cercana cabaña de reunión de los
hombres del lugar. Estaba ocupada por unos quince individuos que nos
fueron estudiando en silencio, mientras dos de ellos se alternaban en
hacernos preguntas concretas sobre nuestra estancia en Pohnpei: qué
habíamos venido a hacer aquí, cuándo habíamos llegado, qué lugares
pensábamos visitar, y —algo que parecía interesarles especialmente—
cuándo volvíamos a abandonar la isla. Intenté ganar tiempo con
respuestas evasivas hasta que paró de llover.
Continuamos nuestro solitario deambular de exploración nocturna del
terreno, cuando un silencioso movimiento oscuro a mi espalda coincidió
con una pregunta: «¿Me das fuego?» Volvía a ser el mismo individuo que
nos había invitado a la cabaña de los hombres, ahora acompañado de uno
de nuestros interrogadores: «¿A dónde os dirigís por este camino?»
Estaba claro que, al igual que en el Kim de Rudyard Kipling, también la
noche de Pohnpei iba a estar llena de ojos…
SUS ANTEPASADOS APLICABAN TECNOLOGIAS MAGICAS
Entre aventuras, con tiento y con paciencia, logré conectar con el
paso de los días con algunos de los transmisores del conocimiento
ancestral de la isla —a la que James Churchward consideraba asentamiento
del santuario del supuesto continente hundido de Mu—. El enigma
principal que ofrece son las ruinas de Nan Matol. Con respecto a ellas,
la arquología oficial reconoce abiertamente su desconocimiento absoluto
sobre la finalidad de las más impresionantes ruinas del océano Pacífico;
es más, de la única ciudad en ruinas que puede visitarse en los 166
millones de km2 de dicho océano.
Pero además de este enigma principal, arqueológico, existe un foco
mágico de la isla, oculto en la abrupta espesura de la jungla de
Salapwuk, en las alturas montañosas del reino de Kiti, en el suroeste de
Pohnpei. Allí y en otros puntos de la isla, la memoria de los
pohnpeyanos perpetúa hasta hoy el recuerdo de gigantes, el recuerdo de
personas que sabían volar, el recuerdo de una raza que recurría a
asombrosos poderes mágicos que permitían el transporte aéreo de grandes
bloques de piedra. El recuerdo claro de la conexión celeste y de la
realidad del vuelo posible, en la antigüedad.
ORIGENES INICIATICOS
Pero vayamos a los orígenes de esta isla absolutamente mágica:
Pensile Lawrence, uno de los transmisores vivos de la historia esotérica
de Pohnpei, me contó por fin, al cabo de dos interminables semanas de
evasivas y de negativas a la ansiada entrevista, esta historia de sus
orígenes:
«Nueve parejas —nueve mujeres y nueve hombres— erraban en una canoa por el ancho mar, buscando una tierra nueva en la que establecerse. En esto pensaban cuando se toparon con un pulpo hembra de nombre Letakika. Cuando éste averiguó el motivo de su viaje, les indicó un lugar del océano en el que había una roca que surgía por encima de las olas. Las nueve parejas prosiguieron su camino y hallaron la roca. Sobre ella comenzaron a construir la isla. Luego, dejaron en ella a una pareja, un hombre y una mujer, mientras que el resto volvieron a marchar. El nombre del hombre que se quedó en la isla no tiene importancia; no tenía nombre. Sí lo tenía el de la mujer: se llamaba Lemuetu. Lemuetu es la primera madre de Pohnpei. Por ello sus habitantes se asientan sobre un matriarcado. En su canoa, las nueve parejas llevaban alimentos para comer y para plantar en la nueva tierra.»
Este escueto y a la vez completo relato iniciático sobre los orígenes
de la roca prima de Pohnpei, es un compendio de conocimientos ocultos.
Aquí, en el breve espacio de un artículo, no ha lugar para explicaciones
más amplias, que sí están recogidas en cambio en mi libro Sobre el secreto
(Plaza & Janés Editores, 1985). Apuntaré aquí solamente que el 9 es
—para las empresas de la especie humana— el símbolo del nacimiento.
Entre otras, lo refleja así claramente por ejemplo la cábala lingüística
de las voces «nueve-nuevo-nave-huevo» («novem-novum-navis-ovum»), que
cobra todo su vigor en el gay saber de los argotiers, en el argot de
aquellos que construían la obra en el país del gallo, en la Galia:
«neuf-neuf-nef-oeuf». En el relato pohnpeyano reaparecen estos mismos
elementos: la nave, tripulada por nueve parejas, para construir un país
nuevo, lo cual significa un nacimiento, simbolizado por el huevo.
EL VIAJE DE NOÉ
Ahora bien, las características de la nave-canoa, con alimentos y
plantas parta sembrar en el país nuevo, el hallazgo de una roca de
tierra firme sobre la cual establecer un nuevo núcleo humano, la
indicación de la cercanía de la nueva tierra por parte de un animal
—aquí es un pulpo—, la equiparan a la nave-arca de Noé que navega
igualmente en busca de la nueva tierra. Y en la misma cábala lingüística
de quienes construyen bajo el signo del gallo, Noé es la radical de
Noëlle, la natividad, el nacimiento. Con lo que seguimos en la constante
9 indicada en el relato primo de Pohnpei: en 9 ciclos (=meses) se forma
(= nace) el ser humano.
Y —como no podía ser menos— exactamente cada 9 meses se reunían en
Salapwuk —en cuyas espesuras se conserva la roca original de la isla,
aquella que sirvió para su nacimiento—, el principal lugar de culto de
Pohnpei, todos los iniciados, para unas celebraciones a las cuales
estaba vedada la asistencia a todo extraño.
EN EL SECRETO SANTUARIO DEL PACIFICO
Aventurarse en las espesuras de los montes de Salapwuk, en el reino
de Kiti, puede llegar a constituir una de las experiencias más
cautivantes en la vida de cualquier persona que busca. Como puede
también convertirse en un sendero sin retorno. O ser simplemente una
excursión por la jungla. Todo depende de la motivación con que uno
emprende la ascensión hasta el núcleo habitado más elevado de Pohnpei.
Allí se halla el gérmen inicial de todo cuanto tiene que ver con los
misterios de la isla.
La lenta ascensión a pie a través de la jungla propicia el que
solamente llegue hasta Salapwuk aquél a quien los celadores del
santuario se lo permiten. Tanto es así, que Miquel y yo fuimos los
primeros extranjeros que han llegado a pisar aquellos parajes vírgenes.
En busca del lago de agua dulce en el que, en las alturas de Kiti,
crecía la misma hierba que crece abajo en el mar.
LA AVENTURA DE LA BUSQUEDA
Días antes le había preguntado a Masao —uno de los iniciados de la
isla— por el significado del nombre 'Salapwuk': «Allí hay una roca.
Cuando la veas, sabrás por qué se llama Salapwuk», me contestó
escuetamente, para advertirme a renglón seguido: «Si logras subir con
los contactos adecuados a las montañas, los celadores del lugar te
mostrarán algo si creen que eres merecedor de ello; pero jamás te
permitirán acceder a las cosas secretas que allí hay.» Pronto tendría
que darle la razón.
Tras el largo ascenso hacia las cabañas de Pernis Washndon —el
celador visible (que no máximo) de los selváticos montes de Kiti— la
primera condición que éste me impuso fue el mutuo silencio sobre lo que
allí hablaríamos, compromiso que por supuesto no voy a romper, por lo
cual solamente reflejaré aquí parte de aquello que no atañe al mismo.
Después de lo cual comprobaría que los distintos vigías de la jungla
montañosa estaban informados de nuestra presencia. Entrada ya la noche,
acudieron una serie de hombres, con alguno de los cuales nos habíamos
cruzado ya en nuestro camino de ascenso. Pero otros acudieron de zonas
aún más altas. En un momento nos vimos acosados por primero tres, e
inmediatamente dos más, en total cinco de aquellos guardianes de
Salapwuk que, machete en mano y a dos palmos de nosotros —que estábamos
hombro con hombro intentando captar aquella situación —imponían la
prudencia por encima de cualquier otra reacción. Tuvimos el segundo
justo para confirmarnos mutuamente que aquello se salía de lo normal y
podía derivar en algo feo si dábamos un paso en falso, cuando comenzaron
a someterme alternativamente los cinco a un severo interrogatorio
acerca del motivo auténtico de nuestra presencia en Salapwuk. Sólo al
cabo de un buen rato de esfuerzos por no perder parte del terreno tan
pacientemente ganado, logré restarle gravedad a la tensión que
evidentemente se había creado.
Miquel y yo nos turnamos para dormir aquella noche tan
fascinantemente intrigante como incómoda y al día siguiente nos
internamos desarmados en las espesuras de la parte superior de Salapwuk,
guiados por lugareños armados, circunstancia que nos impidió adoptar
una postura de fuerza cuando se repitió un grave episodio de tensión
entre ellos y nosotros. "Un comentario más y os pueden matar aquí
mismo", nos avisó la bonita Carmelida, que nos hacía de intérprete y que
la víspera, advertida por Pernis Washndon de que guardara silencio
sobre el contenido de nuestra converaación, comentó: «Si estuviera loca,
hablaría.»
Los guardianes cumplieron perfectamente su cometido, puesto que
regresamos después de un día de caminata a pie descalzo por la jungla,
sin haber visto el enclave que yo buscaba. El lugar en el que, en épocas
pasadas, cuando se producía alguna sequía anómala, los chamanes
invocaban la llegada de la lluvia, que no tardaba en presentarse,
después de haber clavado el sacerdote una vara en una abertura del
terreno. Era exactamente la historia que ocho años antes me había
contado el superior del santuario de Aishmuqam, en la antigua ruta de
los mercaderes que desde el Afganistán se dirigían a la capital de
Cachemira, Srinagar. Guardaban allí el bastón de Musa (Moisés), que
solamente se usaba en aquel extremo norteño de la India para invocar la
llegada de la lluvia, o el fin de una epidemia, siempre con inmediato
resultado positivo.
EL TAPON DEL MISTERIO
De cuanto se puede explicar, lo más importante que me traje de las
espesuras de Salapwuk fue la explicación de su celador visible, Pernis
Washndon, de que estos montes y la isla misma no constituían más —como
su propio nombre esotérico («Sobre el secreto») indica— que un tapón que
esconde, al tiempo que señaliza, el emplazamiento del auténtico
misterio que se oculta en sus profundidades.
No tardaría en averiguar que este misterio guardaba estrecha relación
con las noticias aparecidas a finales de los años 30 en la Prensa
alemana.
De regreso del reino de Kiti pude ya, con lo averiguado en Salapwuk,
poner todo mi empeño en averiguar el motivo de la existencia en la isla
de una ciudad construída sobre islotes artificiales, aprovechando su
arrecife coralífero.
Para ello había que remontarse a la aparición en la isla, en épocas
remotas, de una pareja de instructores llegados desde el aire, en una
nube, con la finalidad de buscar un emplazamiento idóneo para la
construcción de una ciudad-santuario.
Hallaron este emplazamiento en un lugar en el que vieron luces bajo
el agua, en el mar. Supieron por ellas que era éste el lugar en el que
debían construir una ciudad provocativamente distinta, sobre islotes
artificiales, para señalizar la singularidad de aquel lugar.
Porque las luces que vieron les indicaban la existencia, allí, de
construcciones artificiales muchísimo más antiguas, sumergidas bajo las
aguas litorales de Pohnpei. Allí estabael inicio del ovillo que conducía
al secreto que daba nombre y significado a la isla.
Todo un reto para esoteristas, arqueólogos e historiadores.
LOS GRANDES INICIADOS
El Corán, en la Sura 18, habla de Al Raqim, la tabla que contiene las
claves de la iniciación en la cueva. En Pohnpei los Sau Rakim fueron
antiguamente los grandes iniciados —ya no queda ninguno hoy en día— que
guardaban los secretos y no los compartían con las demás personas. Los
mantenían ocultos, ya que de otra forma eran castigados con la muerte.
Cuenta la tradición que conocían todas las antiguas historias de
Pohnpei, y que cuando morían comenzaba a llover, a relampaguear y a
tronar. Algo similar —se suceden en esta isla las conexiones
planetarias— a lo que sucedió con motivo de la crucifixión de Jesús.
LOS TSAMORO, SOCIEDAD SECRETA DE POHNPEI
Por debajo de los Sau Rakim, que eran los máximos iniciados de la
isla, existía una sociedad secreta, la sociedad de los tsamoro. Los
jefes de tribu se constituían automáticamente en miembros de esta
sociedad, mientras que a los demás tsamoro se les exigía una
demostración de sus aptitudes en el plazo de un tiempo de prueba de
varios años de duración. Esta demostración consistía en el conocimiento
de la lengua de la sociedad, que no era la del pueblo. Era por lo tanto
un argot, una lengua de los argotiers, por lo tanto de los argo-nautas.
Los tsamoro se reunían una vez al año en un lugar sagrado, rodeado de
muros de piedra. El acceso les estaba vedado a los no iniciados, bajo
pena de muerte inmediata. Durante sus reuniones secretas, los elegidos
bebían sakau y cada uno ofrecía un recipiente de esta bebida sagrada a
los seres superiores. Explicaré enseguida en qué consiste esta bebida.
Valga decir antes aún que el jefe de la hermandad secreta de los tsamoro
tenía su sede en estos montes de Salapwuk en cuya jungla me hallaba, y
en donde cada nueve meses se reunían todos los iniciados para un
encuentro de cuatro días de duración.
UNA VEZ MAS EL CLICHÉ DEL DILUVIO
Averigué en las oscuras noches de la jungla que existen allí
naraciones legendarias que apuntan claramente hacia el recuerdo de una
inundación total de la isla, o sea de un diluvio (para ellos obviamente
universal). Literalmente: "Las inundaciones arrancaron toda la tierra de
la isla" — dicen las tradiciones. Después de haberse retirado
nuevamente las aguas, alguien procedió a reconstruir un túmulo de rocas
en Salapwuk, en el reino de Kiti. Pernis Washndon (el celador de los
misterios de estos montes) me dijo en este contexto que Salapwuk no era
más que el tapón que tapaba un secreto que se encerraba debajo del lugar
que estábamos pisando. Y considerando que Salapwuk debe su razón de ser
—como ya vimos en el anterior número de "Más Allá"— a la primera
piedra, a la piedra angular, obligado es aportar aquí el dato de que en
el texto apócrifo Testamento de Salomón, la piedra angular es aquella
que se pone encima de la puerta del templo.
EL RITUAL DEL SAKAU
La ceremonia del sakau es celebrada por todos los pohnpeyanos
diariamente, al anochecer. Según ellos, es una bebida proporcionada
antiguamente por los seres superiores, como vehículo de comunicación con
ellos. Tanto es así, que en el escudo o emblema oficial del actual
estado de Pohnpei aparecen juntas las ruinas de Nan Matol y un cuenco de
coco conteniendo el sakau. Nosotros tomamos nuestro primer trago en el
marco de un festivo agasajo del que nos hizo objeto una familia que
ocupaba el pequeño islote de Takaieu, en los arrecifes que rodean a la
isla central de Pohnpei.
El ritual ancestral que seguimos para tomar la bebida de la conexión
celeste fue el siguiente: en primer lugar, durante el día fuimos
recogiendo raíces de sakau (kawa-kawa, cuyo nombre botánico es 'piper
methysticum'). Al anochece, fuimos disponiendo hojas de banana debajo de
una gran piedra plana, de hecho una plancha de piedra. La cantidad de
hojas de palma depende siempre del mayor o menor rango del personaje
principal que asiste a la ceremonia. Inmediatamente después lavamos
cuidadosamente con agua las raíces y la plancha de piedra, hasta dejarla
completamente limpia.
Mientras esto hacíamos en el interior de la amplia cabaña, en el
exterior otros lugareños se encargaron simultáneamente de arrancar
largas tiras de corteza de hibisco. Inmediatamente comenzó el ritual de
ir machacando con piedras las raíces de sakau, dispuestas sobre la
plancha de piedra. Esta plancha —de basalto— tiene un sonido metálico al
golpearla con las piedras que sirven para machacar las raíces de sakau,
y los oficiantes comenzaron por golpearla para señalar el inicio de la
ceremonia en sí.
Cuando las raíces ya estuvieron prácticamente trituradas —en cuyo
proceso intervinieron seis oficiantes sentados alredededor de la
piedra-base—, se hizo perceptible el ritmo del repiqueteo de las
piedras. Este ritmo, aplicado al unísono por todos los que están
machacando las raíces, depende a su vez también del rango de la persona
principal presente en la ceremonia, siendo el ritmo final idéntico al
que se percibe escuchando el tamborcillo de mano de cualquier oficiante
en cualquier lamasería del área himalaya. Cuando ya estuvo completamente
triturada la raíz de sakau, la salpicamos con agua fresca, al igual que
las tiras de corteza de hibisco. Inmediatamente nuestros anfitriones
pasaron a amasar las raíces trituradas con agua, mientras otros ya
habían dispuesto la corteza en un extremo de la piedra de sakau, para
irla rellenando con la masa de raíces. Esta fue envuelta —liada—
completamente en la corteza, hasta formar un largo y grueso canuto que
luego uno de ellos fue exprimiendo con lentitud y fuerza para que el
jugo resultante se escurriera en un cuenco de coco. Nos lo tendieron
para iniciar la ingestión, tras lo cual lo fuimos ofreciendo a cada uno
de los presentes, como es costumbre entre ellos.
Es un jugo espeso, marrón, amargo y refrescante, que tiene la ventaja
de no contener las fibras de la yuca masticada por las mujeres de la
tribu, que ingerí con la chicha durante mi convivencia con los jívaros
del curso alto del río Santiago, en la selva ecuatoriana.
Lo que ingerimos aquí, en Pohnpei, es una droga adormecedora, la
kawaína, cuyos efectos se comienzan a advertir en una insensibilización
de los labios y de la punta de la lengua. Es un principio activo
modificador del sistema nervioso, que produce la parálisis de las fibras
centrípedas. El abuso de su ingesta puede conducir finalmente a una
caquexia mortal. De todas formas, esto no se da entre los habitantes de
Pohnpei, que saben dosificarse perfectamente su ración diaria de sakau.
Precisamente porque no toman el sakau por drogadicción, sino porque
constituye para ellos ancestralmente un vehículo de comunicación
sagrado. De comunicación con seres superiores.
Vayamos pues a la comunicación celeste de los antiguos habitantes de esta pequeña isla —más pequeña que, por ejemplo, Ibiza—.
PADRE EXTRATERRESTRE Y MADRE TERRESTRE
Comienza la conexión celeste de los antiguos pohnpeyanos con un
hombre llamado Kanekin Zapatan, descendido de las alturas, de un lugar
desconocido, a Pohnpei, acompañado de un grupo de personas que sabían
volar. Kanekin Zapatan se fija en la hija de un jefe nativo. Tenemos así
a un hombre descendido del cielo que se casa con una mujer terrestre.
Ya conocemos eso de los textos bíblicos. Urgido para el regreso por sus
acompañantes, reclama sus alas y su aditivo capilar —un casco que
llevaba— para poder reunirse en las alturas con los suyos. Le acompaña
también su mujer, y literalmente dice la tradición: "Metió a la mujer en
el cabello y alrededor de él ajustó el nudo". ¿Cabría en aquella remota
época mejor concreción para indicar que le puso un casco,
imprescindible para levantar el vuelo?
Huye pues con la hija del jefe nativo, que en el trayecto da a luz a
un niño distinto, dotado de grandes poderes mágicos. Este niño se
llamará Luk, al que dejan en tierra mientras ellos prosiguen su vuelo.
Más adelante Luk enciende una hoguera, para ascender en su humo, sobre
un tambor, al cielo, imagen ésta que puede equipararse a la del despegue
de un cohete portador de una cápsula tripulada. Al reencontrarse con
sus padres les recuerda que «me engendrasteis en la Tierra». La
narración también afirma de él que «sabía andar sobre el mar». Se
suceden los símiles con pasajes bíblicos.
DOMINABAN LA TECNICA DEL VUELO
«En aquella época» —me cuenta Masao al pie del camino que conduce
hacia Nan Matol— «la raza de los hombres era distinta. Estaban más
dotados, ya que eran capaces de transformar la piedra y de efectuar
trabajos muy difíciles en la misma, pero esta gente habilidosa ya no
existe hoy en Pohnpei. Hoy ya no son como la gente de antes, son
distintos, ya que aquéllos poseían poderes mágicos y eran fuertes.»
Un curioso invento lo constituyen los sacos voladores que aparecen en
algún que otro relato de los tiempos antiguos de la isla. Se trataba de
vehículos volantes de gran movilidad con capacidad para un solo
tripulante. Incluso quedan narraciones que refieren combates entre
varios de estos sacos voladores.
En relación con este tema, le pregunté a Masao si antiguamente habían
existido en la isla hombres voladores. «¿Hombres volantes? No. No
volaban propiamente, sino que penetraban en grandes pájaros,
pronunciaban palabras mágicas, el pájaro se alzaba y volaba con ellos
dentro. Construyeron pájaros voladores con árboles.»
DOS HERMANOS CON PODERES MAGICOS
Es hora ya de que me refiera al principal enigma que plantea esta
isla: la ciudad muerta de Nan Matol. Para ello hay que remontarse
nuevamente a los relatos tradicionales de los nativos. Cuentan éstos que
muchísimo tiempo después de la llegada de la primera canoa con las
nueve parejas (ver «Más Allá» n°…), hacen aparición en la isla dos
hermanos: Olosipe y Olosaupa. Con ellos comienza el enigma de la ciudad
de Nan Matol. El único recuerdo ancestral que los nativos conservan
sobre la construcción de dicha ciudad, es el que refiere su origen a la
actuación, absolutamente mágica, de estos dos personajes.
Nadie sabe de dónde vinieron; llegaron en una nube y descendieron en
Sokehs, en el norte de la isla. Eran constructores, ingenieros,
arquitectos extraordinariamente inteligentes y dotados de poderosos
recursos mágicos. Pero además sacerdotes e instructores, que sacaron a
los pohnpeyanos de su ignorancia y de su primitivismo. Llegaron a
Pohnpei para edificar allí un santuario consagrado a un protector de la
tierra y del mar: la anguila, desde entonces el animal totémico por
excelencia de Pohnpei. Hay que tener en cuenta que el pohnpeyano no
adora a la anguila misma como animal, sino por lo que éste representa:
en su cuerpo habita el espíritu, la divinidad. La anguila es así un
vehículo de la divinidad. Como lo es la serpiente para los aborígenes
australianos y para los pueblos mesoamericanos, entre otros. ¿Y por qué
en Pohnpei no aparece la figura de la serpiente, cobrando vigor, en su
lugar, la de la anguila? Pues porque es el único animal que el nativo
pohnpeyano puede asimilar a la imagen de una serpiente, por la sencilla
razón de que en su pequeña isla las serpientes no existen.
Pero volvamos al propósito de Olosipe y Olosaupa: erigirle un
santuario a esta anguila sagrada. Siendo la anguila una serpiente
acuática, el santuario debía erigirse en un lugar que fuera a la vez mar
y tierra: el arrecife coralífero que rodea a la isla.
EL FEUDO DE LOS REYES DEL SOL
Recorrieron, pues, la costa de la isla desde el promontorio de
Sokehs, en el Norte, en busca de un lugar idóneo. Lo hallaron en un
lugar llamado Sau Nalan, cuyo significado era el Sol. El santuario debía
recibir el nombre de Nanisounsap, que significa "lugar del rey del
Sol". Pensile Lawrence, transmisor ya citado del conocimiento esotérico
de Pohnpei, me confesaría: «Se decidieron por el actual enclave de Nan
Matol, puesto que en aquel lugar preciso observaron luces extrañas en el
mar.»
De acuerdo también con la versión esotérica, debajo de Nan Matol yace
Kanimeiso, la «ciudad de nadie». Por ende, cabe comentar aquí que todo
el simbolismo de la construcción del santuario apunta hacia el feudo de
los reyes del Sol: Nan Tauas, la construcción principal del conjunto, se
halla en el vértice oriental (hacia donde sale el Sol) de Nanisounsap
(el lugar del rey del Sol), erigido a su vez en el extremo oriental de
Sau Nalan (el Sol), que a su vez constituye el flanco oriental, o sea de
la salida del Sol, de la isla de Pohnpei.
TRANSPORTE AEREO
Cuando regresamos de la jungla de Salapwuk, nos instalamos pues en el
minúsculo y paradisíaco islote de Joy Island (antiguamente Nahnningi,
el «pedazo de tierra pescado del fondo del mar», o sea un trozo del
paraíso, puesto que eso es para los pohnpeyanos el fondo del mar). En el
islote sólo vivía Nahzy Susumu. Con él, con nuestra compañera, guía e
intérprete Carmelida Gargina, con los grandes cangrejos cocoteros, dos
perros y algunos cerdos, con las rayas y con las crías y algún que otro
padre de tiburón y con la desdichada morena que pescó Carmelida a golpe
limpio de mi machete para cocerla luego aún medio viva en las brasas de
nuestra hoguera, compartimos las inolvidables y solitarias noches de
este mágico arrecife coralífero del Pacífico.
¿Mágico?: Absolutamente mágico. De día, íbamos a visitar desde allí
las cercanas ruinas de Nan Matol: 91 islotes artificiales construídos
sobre el arrecife, a base de la superposición —única en el mundo— de
enormes columnas de basalto. Analizamos todas las posibilidades que
podían ofrecerse de transportar estas columnas desde la cantera que se
hallaba al norte de la isla, hasta el enclave en que habían sido
apiladas en Nan Matol. Por tierra, imposible, dado que la espesa jungla
que cubría toda la isla, y los intrincados manglares que se extendían a
lo largo de la costa, hacían imposible el transporte de estos enormes
bloques de piedra. Cabía la posibilidad de un transporte por mar, a lo
largo del arrecife. Miquel Amat, experto navegante, me comentó sin
embargo que la única posibilidad habría sido, en época tan lejana, el
sujetar cada columna de piedra debajo de una enorme balsa, para evitar
que esta zozobrara y se hundiera. Pero entonces, ¿cómo habrían podido
salvar la barrera coralífera con la que habrían topado? El transporte
era a todas luces imposible. Excepto para los iniciados, aquellos
privilegiados isleños que conocían la historia auténtica de su tierra.
A la luz de la hoguera, en noche de plenilunio, un descendiente de
tsamoro me confió que para ellos no es ningún secreto el que Olosipe y
Olosaupa, los dos hermanos constructores, estaban dotados de un
extraordinario poder mágico:
«Convocaron a todas las piedras para que vinieran por sí solas y formaran las imponentes construcciones. Olosipe y Olosaupa llamaron a las piedras que estaban en Sokehs. Estas oyeron su llamada mágica y acudieron volando junto a los dos hermanos. Por procedimientos mágicos éstos ordenaron a cada uno de los grandes bloques de piedra que ocupara su sitio correspondiente en las construcciones. Tal es la forma en que se construyó Nan Matol.»
Quien se sonría ante mi ingenuidad, recuerde las palabras del jefe
hopi White Bear, cuando explica —sin tener ni la más remota idea de lo
que cuentan los transmisores del conocimiento en Pohnpei— que
exactamente este corte y tranporte de enormes bloques de piedra es lo
que los katchinas —seres que dominaban el secreto del vuelo— enseñaron a
los antepasados de los indios hopi, hoy asentados en Arizona, y que por
su parte afirman proceder del Pacífico. Es más: vimos que en la
relación solar de todo el simbolismo construccional y de emplazamiento
del santuario del rey del Sol —Nanisounsap— el edificio principal, Nan
Tauas, ocupaba el vértice más oriental, o sea dirigido al Sol naciente.
Pues bien, Tauas significa en lenguaje hopi exactamente esto mismo: Sol.
EL MISTERIO ESTA DEBAJO
Todo esto no son más que los testimonios visibles y averiguables
—cuando se pregunta con tiento— de los enigmas que presenta la isla de
Pohnpei. Ocultos quedan sus auténticos misterios. O su auténtico
misterio. Aquél que está implícito en el propio nombre de Pohnpei:
«Sobre el secreto».
Tuve que desandar la selva monte arriba para que en lo alto del reino
de Kiti, en Salapwuk, uno de los principales celadores del secreto me
dijera que la isla que estábamos pisando no era más que el tapón puesto
encima de un gran secreto que se escondía debajo, razón y origen de la
sociedad secreta que allí funcionaba. Tuve que cruzar luego los
manglares y navegar hasta Nahnningi, y por ende explorar las ya
devastadas ruinas de la ciudad prohibida de Nan Matol, para ir
arrancándoles a algunos nativos iniciados la confesión de que Nan Matol
no es más que una señal en forma de desafiante ciudad que indica que
frente a su muralla externa, allí donde moran los tiburones, se esconde
bajo las aguas otra ciudad de construcción muchísimo más antigua.
Sendas expediciones australiana, norteamericana y japonesa confirman
que allí, a nueve metros de profundidad, descubrieron los vértices
superiores de diez columnas verticales de 20 metros de altura cada una.
Nadie explica lo que ha encontrado agua abajo de estas diez columnas
submarinas, de una cultura absolutamente distinta a la de los
constructores de Nan Matol: éstos dispusieron la totalidad de los
bloques de basalto en forma horizontal, mientras que las mencionadas
columnas submarinas se hallan todas en posición vertical.
Pero eso es solamente el principio de lo que allí se esconde. Quedan
para el recuerdo más reciente los sarcófagos de platino extraídos de
allí entre las dos guerras mundiales por los buzos japoneses. Y para el
más remoto, las luces vistas en este punto del mar por los instructores y
constructores Olosipe y Olosaupa, que supieron así en dónde debían
erigirle un santuario a la anguila sagrada.
El motivo de este artículo ahora, al cabo de siete años de haber
visitado la isla, no es otro que el de remozar la memoria y dejar
constancia de este misterio para las generaciones futuras, para las que
Pohnpei no será más que una diminuta isla en el Pacífico, invadida por
el moderno turismo motorizado japonés. Les debía este homenaje a los Sau
Rakim de Pohn Pei, que supieron desaparecer sin haber narrado más que
una parte de su saber, testimoniando así su pertenencia a la universal
comunidad de iniciados.
El buen amigo, periodista, viajero, buscador y aventurero catalán
Jorge Juan Sánchez García, que visitó Pohnpei en el mes de octubre de
1990, me comunica que desde mi estancia en la isla murió el celador de
Salapwuk, Pernis Washndon, y se suicidó el joven y solitario Nahzy
Susumu, que registraba el paso de cualquier extranjero a Nan Matol. La
sociedad secreta de los tsamoro no traiciona sus principios.
Andreas FABER-KAISER, 1991.
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